22-04-2016, 02:52 AM
La pluma estaba sobre el escritorio gris, escondida entre un montón de desperdicios y papeles, aunque ella no tenia el valor de buscarla porque presintió que algo sucedía. Entonces, ella decidió llamar a alguien con mucha experiencia, un mentor, alguien importante: El Buscón. Apareció entre la maraña de telarañas gigantes que cubrían toda la estancia, a modo que, con incoherencia inusitada, sorbía los espaguetis que se le caían por sus pobladas quijadas. La asustada chica temía que no tuviera la pluma, ni tampoco tiempo para comer espaguetis. Pues resultaba bastante evidente que los cocineros venían muy perjudicados, mirando anime y desnudos como si el Buscón hubiera hecho algo perverso con anterioridad a la cocción de los espaguetis que estaban poco hechos. De pronto, un acordeón cayó desde el suelo del sótano, que estaba bajo el ático de la guarida del cielo. El Buscón estaba cansado del atracón de espaguetis, cocinados al tun tun. Su amada pluma de Mont Blanc, ilustraba un vetusto incunable que trataba de la anatomía femenina desde el ámbito más morfológico que anatómico forense, que podía suponer una revolución en todos los sentidos, desde el perineo hasta la parte frondosa de la zona incierta donde todo tiene cabida. La chica, Anaïs Walter, se acercó hasta la guarida del Barón Yonkipur, que acababa de defenestrar el acordeón de marfil hacia el cielo del salvaje infierno. Fue entonces, cuando Anaïs agarró sus partes pudendas, armada únicamente con sus tres cabellos de jade y un mono borracho, las miró y se quedó atónita. A partir de ese terrible momento todo fue a más. La triste chica no supo jamás sus irrefrenables deseos de ser una incoherencia inconstante. Pero sospechaba que el eterno retorno acabaría por ser un tópico desaguisado. Pero a pesar de los pesares, que tanto me compungían, no conseguí nada más que asesinar a Yonkipur. Pobre de él, pensó Saturnino Berzosa, el testigo que incidía en aspectos tales como la horrible sensación de que te caiga encima un puñado de sangre putrefacta. Pero la declaración era realmente insuficiente para conseguir algo tan malévolo como carente de sentido. Anaïs Walter anhelaba ante todo, poder mostrar su interior, siniestro pero humilde, sin el menor